“El primer recuerdo infantil que tengo es cuando mi madre me alza en brazos ante el ataúd de mi abuelo y me dice: tenés que besarlo”. El que habla es Tomás Eloy Martínez y sin dudas la impresión se grabó hondo. “Yo recuerdo ese momento con imborrable espanto. Sobre todo porque ese contacto fue con el hielo de la muerte”. Lo contó en una entrevista y es buena muestra del trastorno que acarrea la cercanía con un cadáver. Después de todo, es entendible que nadie quiera prestarle palabras a esos temas. Mejor no hablar de ciertas cosas. ¿O será que la experiencia de Tomás nos dice otra cosa? Antes que tocar es mejor hablar. Qué mejor que el día de los muertos para hacerlo, demos entonces una vueltita por los dominios de La Parca.

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Empecemos por la cantidad. El problema urbano al que se enfrenta Tucumán no es sólo con los vivos, sino también con los muertos. Lo vimos semanas atrás, cuando, a pesar de estar colapsando los lugares de entierro, se mantiene un fuerte rechazo a instalar crematorios en la provincia. La reacción parece una cuestión atávica más que ambiental si leemos la columna que escribiera Roberto Delgado en LA GACETA, el pasado 3 de octubre. En ella queda claro que junto a la polución hay metidos temas imaginarios difíciles de manejar. Pero si enterrar conlleva un problema, no hacerlo trae otro: cremar significa también un corte con una tradición. Quiero decir que cuando hablamos de cementerios hablamos de legado cultural. Cada pueblo y cada comunidad, guarda buena parte de su historia dentro de ello y, en su conjunto, representan la convivencia de los diferentes grupos que habitan un territorio. Desde finales del siglo XIX, cuando las ciudades argentinas recibieron un importante flujo de inmigrantes, comenzaron a aparecer tumbas y cementerios de cultos protestantes, judíos o musulmanes. En las montañas del noroeste, los camposantos de las comunidades calchaquíes son diferentes a los del llano. Su suelo yermo y la aridez del entorno contrastan con el colorido de flores y coronas de plástico y mucho antes de la imposición cristiana, los enterramientos en las culturas de la zona, eran el índice más claro de su desarrollo técnico y espiritual, como fue el caso de la cultura santamariana.

Sagrado

Como vemos, lo que rodea a la muerte tiene un innegable carácter cultural y sagrado, pero el destino de los cadáveres tiene dimensión moral y política. En especial cuando el cuerpo es el punto de contacto de amores y odios populares. En esos casos, vemos que eso de “Descansa en paz” es una frase sin mucho predicamento y que los muertos no están en paz, al menos entre los vivos. Empecemos por una historia nacional no tan lejana, que incluye el embalsamamiento de una primera dama, Eva Perón y, poco después, su secuestro y destrato. Mucho antes de eso, la historia tucumana tuvo su más trágico y truculento hecho. Empezó con la épica de Marco Avellaneda, adalid unitario, que levantó el Norte contra Rosas. La guerra duró unas pocas batallas y muy rápido se originó el desbande levantisco. Marco no pudo llegar lejos, fue atrapado en Salta. El 3 de octubre de 1841, el aguerrido colega de Alberdi, el doctorcito protegido de Heredia, fue atrozmente asesinado y despedazado por el oficial federal Mariano Maza, que en un colmo de maldad, envió la cabeza a Tucumán para que sea expuesta en la plaza. Más de cien años después, la dictadura militar de los 70, avasalló los últimos límites morales cuando puso en marcha una maquinaria de selección y ejecución de personas, que terminaba en la desaparición de los restos mortales. Respetar la muerte del otro, del diferente, incluso la del enemigo es un principio de civilización y racionalidad. Diríamos que es sagrado. Injuriar sus cuerpos levanta calamidades.

Calaveras

Otro tema es la amenaza de la muerte. Estamos todavía en medio de una pandemia que pone a la muerte encima de nuestra cabeza. Pocas veces hemos tenido esta sensación de ruleta rusa. No es invento nuevo que la muerte cause terror. Desde tiempos inmemoriales se exhiben cadáveres o se representan esqueletos y huesos para amedrentar a los enemigos. Una forma de mantener a raya a lo que se teme o se odia. La bandera de los piratas y las gorras de las SS alemanas advertían con calaveras sobre lo que les esperaba a sus enemigos. Incluso muchas causas que hoy valoramos como fundadoras, tuvieron consignas terminales, como “Libertad o Muerte”. Valga contar dos historias que nos tocan de cerca. Cuando el Ejército del Norte avanzaba expandiendo la revolución a fines de 1810, el regimiento del Capitán realista Córdova y Rojas enarboló, en la villa de Tupiza, “el estandarte de terror”, como se conocía a la bandera negra con una calavera (en este caso, muy poco eficiente pues lo vencieron los patriotas). Una bandera negra similar, con calavera y la frase “Religión o Muerte” fue usada por las milicias de Facundo Quiroga en el combate de El Tala, en 1826, contra La Madrid (con bastante más eficiencia si vemos el resultado de esa batalla y sus campañas por el norte).

IN ICTU OCULI. Dramática pintura del español Valdés Leal, circa 1670. Pertenece a un díptico sobre las postrimerías ubicado en el Hospital de la Caridad, Sevilla.

Arte

Lejos de los campos de batalla y las venganzas políticas, hay dos viejos motivos artísticos que se dedicaron a poner en escena la muerte: “La vanitas” y “Las postrimerías” (que en muchos casos se superponen). En ambas aparecen esqueletos y cráneos como un destino inexorable. La primera hace presente el fin de la vida en medio de los símbolos del poder, la riqueza y la sabiduría. Un límite a la vanidad. Todo apunta a que la muerte nos iguala, y llega “In Ictu Oculi”, o sea: en un abrir y cerrar de ojos. El segundo motivo, “Las postrimerías”, representaba el fin de la vida y de los tiempos. Con la parca (o ejércitos de ella) haciendo su trabajo a rajatabla. Un apocalípsis en el que reinará la muerte. No lejos de nuestro tan popular tema de “Zombis” y “Walking Deads”. Incluso en ámbitos más cerrados como el del arte contemporáneo, las “vanitas” aparecieron de nuevo en popes de la talla de Damien Hirst o Gabriel Orozco. Todas las disciplinas artísticas, a lo largo del tiempo, se alimentaron de la muerte, para devolver obras geniales. Desde las Pirámides egipcias hasta las “Coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique, el “Stabat Mater” de Pergolesi o el “Requiem” de Mozart. Entre las bellas artes, la industria del espectáculo y el actualizado temor a un desbarjuste planetario, las postrimerías nunca se fueron del todo. Hay un abismo en el final de la vida que nos come la cabeza.

Humor

“Tengo la intención de vivir para siempre, o morir en el intento”, dijo el gran e irreverente Groucho Marx. La desfachatez es un gran paso para superar el trauma. Por boca de cualquiera hoy se escucha decir “a mi que me cremen y me tiren al inodoro”. Habría que ver si lo repiten cuando realmente esté en juego el destino. Pero está quien se atrevió a dejarlo escrito en una tumba de La Recoleta: “Aquí no hay nada. Sólo polvo y huesos. Nada”. Como quien la mata con la indiferencia… ¿Matar a la muerte? Si la muerte es inmortal. La mejor manera de descolocar lo lúgubre es con este tipo de frases ridículas, con sinsentidos.

Sea como sea, lo que podamos figurarnos de la muerte está, cuando menos, condenado a la impotencia. Nadie sabe lo que le ocurrirá cuando la tenga frente a frente. Para algunos, el cultivo de una vida ejemplar, la fama, es lo único que supera la muerte, pero “¿por qué debería preocuparme por la posteridad? ¿Qué ha hecho la posteridad por mí?” (de nuevo Groucho). El humor salva… no de la muerte, pero sí del dolor y el miedo que genera.

Nuestro recién fallecido Quino, dedicó varias viñetas a La Parca. Con su sensacional manera de unir expresividad del dibujo y justeza de palabras. En una de esas viñetas grandes que publicaba en LA GACETA los domingos, la muerte golpea una puerta, entonces el dueño de casa sale travestido y le anuncia: “el señor ha salido”. La cara de ojalá no se dé cuenta, el vestidito negro y la barba incipiente que calza son tremendamente hilarantes. No olvidemos el humor negrísimo del cuento “Conducta en los velorios”, de Julio Cortázar. Terminemos recordando a la mejor comedia del cine nacional. La más nacional y la más popular, la desopilante “Esperando la carroza”, quirúrgica como pocas del medio pelo argentino, se desarrolla en un velorio… ¡Qué velorio!